A la muerte del dictador Augusto Pinochet

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Así es que estás muerto. Las palabras se quedaron en posición firme frente a mí, como temerosas de mi reacción. Me quedé sentada, carente de expresión, la tranquila intimidad del desierto abriéndose paso con su fragante calma por entre capas de piel y silencio.

La vigilia de la noche me trajo las preguntas.

Entonces dime cómo es cerrar los ojos como un cortinaje al final del drama, y en los últimos, efímeros momentos, mientras tratas de capturar un débil suspiro, desesperadamente aferrarte a una visión, tú, un pequeño jugando en la rica tierra del valle central, rodeado de árboles frutales y familiares, y luego un joven en uniforme, el cuerpo bajo y grueso que te hizo jurar grandeza, una meta a lograr a cualquier precio.

Te pregunto qué es sentir un escalofrío de miedo recorriendo tu cuerpo como las dagas al hielo que bajan desde los Andes hacia los valles en el invierno chileno, la torturante sospecha de la llegada de la muerte. Mientras frente a tus ojos ya medio ciegos danza la historia que te hizo famoso. Un collage de caras y banderas rojas en las grandes avenidas, la expresión amable de Allende, el canto fastidioso, de pie cantar que vamos a triunfar, sintiendo otra vez ese terco impulso que te llevó a obscuras reuniones para jugar el juego de trocar tu amada, larga y orgullosa patria por la gloria de convertirte en dios de un reino del terror.

Quiero saber, Augusto, si hubo un orden en la cadena de pensamientos mientras el pulso de la música se desvanecía del escenario de tu vida. Qué se siente al darse cuenta por un pequeño segundo que ya estás muerto, querer abrazar a tus nietos, enloquecidamente querer explicarles tus razones. Tú, el dios que podía con una orden decidir la vida o la muerte de quince millones, ahora ni siquiera tu boca te obedece en una confusión de sangre que se aleja de tu cabeza, nervios adormecidos, te aferras a una última emoción, un último esfuerzo de tu voluntad.

Dime, en el ultimo, fugaz momento de conciencia, ¿fuiste torturado por las miradas de ojos horrorizados saliendo de sus cuencas en el fondo del mar? ¿Sentiste el roce de cuerpos desnudos de jóvenes pidiéndote clemencia? Por un segundo, solo por un inmensamente pequeño segundo, ¿se llenó tu cuerpo de la soledad de un hombre caminando por un oscuro corredor, desposeído de la dignidad de sus ropas, su paso vacilante al sonido de un disparo, porque sabe que él será el siguiente? O quizás, ¿miraste a tu propio cuerpo siendo sepultado con otros en la sal del desierto, en donde nadie pudiera encontrarte jamás? Sé que debes haber luchado para mantenerte vivo, porque sabías, en ese momento final, que la eternidad sería demasiado larga.

Y ahora, ¿podremos nosotros curarnos de la nostalgia por la tierra dulce, larga y angosta de nuestros primeros sueños?

¿Sabes Augusto? Podría desearte las llamas del infierno, el eterno, espantado deambular de los que han muerto con cadáveres humanos en su conciencia, con las lágrimas de sus amados esperando que vuelvan hasta sus últimos días. Pero es que no soy de tu linaje. Vengo de una línea de mujeres fuertes que me dieron lecciones de bondad.

No puedo perdonarte. Pero sí deseo que, en ausencia de cielo o infierno, duermas sin pesadillas, encuentres la paz al fin.

— M. Rebeca Cartes