LA HABANA (Prensa Latina) – Luego de afilarse las gastadas uñas con la escofina política del presidente estadounidense, George W. Bush, el primer ministro australiano, John Howard, realizó recientemente una visita a Indonesia, de donde salió por la puerta trasera.
El visitante encontró en el país con la mayor población musulmana del mundo un muro de concreto, oficial y social, a sus pretensiones de sumarlo a la campaña militar de Estados Unidos y Gran Bretaña contra el Estado árabe de Iraq.
Durante dos días, 14 y 15 de febrero, Howard intentó convencer a la presidenta indonesia, Megawati Sukarnoputri, sobre lo necesario de aunar fuerzas en el campo de las armas para derrocar al gobernante iraquí, Saddam Hussein, acusado sin pruebas por la Casa Blanca de impulsar proyectos armamentistas y respaldar a grupos extremistas.
Pero en un país islámico, Howard no tuvo más remedio que bajar el tono de su discurso pronorteamericano, aunque sin dejar de desafiar por segunda vez a la ONU al sostener que los informes de los peritos de ese organismo Hans Blix y Mohamed El Baradei carecen de aportes importantes.
Los dos inspectores reafirmaron después de una exhaustiva y larga investigación que no existen evidencias sobre violaciones de resoluciones del Consejo de Seguridad en la nación árabe.
Pese a esa pesquisa, el jefe de Gobierno australiano quiso inyectar en el cerebro de Megawati la letanía, muy bien aprendida de Washington, de que Bagdad incumple sus obligaciones con la ONU, al tiempo que prepara un nuevo envío de tropas hacia el Golfo Pérsico.
En esa región ya están unos 700 soldados, de los dos mil previstos, y material bélico, en apoyo a las tropas del Pentágono y Londres.
Al término de una reunión con Howard en el Palacio presidencial de Merdeka, la presidenta indonesia, convenientemente vacunada contra el síndrome Bush, defendió su posición de solucionar las tensiones Washington-Bagdad con métodos pacíficos y bajo el aval de Naciones Unidas.
Ahmad Bagdja, presidente de la junta ejecutiva del Nahdlatul Ulama, mayor agrupación musulmana indonesia con 40 millones de afiliados, rehusó, por su parte, entrevistarse con el visitante del Pacífico, a quien considera la sombra del Jefe de la Casa Blanca en el Pacífico.
El ejecutivo australiano viajó a Indonesia como parte de una gira maratónica que también lo llevó a Estados Unidos y Gran Bretaña. En estos dos últimos países participó en los toques finales de los preparativos para una acción de Bush contra Iraq.
Desde que ésta fue alardeada por el dirigente estadounidense, el mandatario australiano asumió la peligrosa doctrina de “atacar antes de que ataquen” y retó al Consejo de Seguridad de la ONU cuando opinó que la Carta que rige a la organización internacional debe contemplar agresiones preventivas.
Tras alegar que la batalla es contra Hussein, y no contra el Islam, Howard le trasmitió a Megawati que su apoyo a una guerra contra Iraq es de mucha importancia para Bush, lo cual no deja dudas sobre el papel de “enviado especial” que jugó en la nación asiática.
Para ratificar la postura de Yakarta, el vocero del ministerio indonesio de Asuntos Exteriores, Marty Natalegawa, indicó que su gobierno aboga por una solución negociada y descartó cualquier participación en un conflicto de esa índole.
“Ya adoptamos una decisión en ese sentido, aunque respetamos la posición de Australia”, recalcó.
Con la misma tarea, pero también sin ningún resultado, el embajador estadounidense en Indonesia, Ralph L. Boyce, pretendió hace poco el respaldo de la administración Megawati a la política antiiraquí de la Casa Blanca.
“No me uniré de ninguna manera a Bush si por fin desata una contienda en el Medio Oriente de imprevisibles consecuencias para el mundo”, fue entonces la respuesta de la estadista.
Al cabo de inútiles esfuerzos y coqueteos diplomáticos de doble rasero, Howard no logró su objetivo y tuvo que regresar a Canberra sin el sí de Yakarta y recibiendo una “cálida bienvenida” de protestas populares esforzadas por evitar una tercera guerra contra la humanidad.
Para colmo de aislamiento, el aspirante a cumplir los caprichos de la Casa Blanca tampoco lleva los pantalones en casa propia, pues los senadores de la oposición Laborista, Verdes, Demócrata e Independiente adoptaron una moción de condena, 34 votos contra 31, a su conducta en torno al tema iraquí.
Cuando presentó el documento, John Kaulkner, jefe de los legisladores laboristas, afirmó sin pelos en la lengua que Howard jamás consultó al pueblo y al Senado australianos sobre el envío de fuerzas élite al hemisferio norte.
A pesar de que el voto sólo tiene un valor simbólico sin peligros legislativos para el censurado, es la primera vez en 102 años que un mandatario en funciones recibe una moción de desconfianza por parte del Senado, lo cual hace tambalear a la actual administración, inclinada cada vez más hacia la derecha.
En un desesperado intento por salvar su responsabilidad, Howard, del conservador Partido Liberal, alegó ante el Parlamento haber facilitado informaciones de inteligencia al secretario de Estado norteamericano Colin Powell, que a la larga nunca fueron convincentes.
El líder del Partido Laborista, Simon Crean, alertó a Howard que si prosigue ignorando la voluntad del pueblo y beneficiando al dirigente de la Casa Blanca, vestirá de luto a muchas familias australianas.
La política estatal fue repudiada en la última encuesta de opinión pública hecha por el periódico The Australian, según la cual un 76 por ciento de la población se opone a una invasión contra Bagdad, liderada por el Pentágono.
A estas alturas, Howard tiene ante sí dos opciones: escuchar el clamor pacifista de la mayoría de los australianos y de naciones vecinas como Indonesia o seguir al servicio de Bush, un halcón adicto a las armas y las misiones absurdas.
Australia-La misión de Howard