(Prensa Latina) – Nos encontramos en medio de una formidable mutación global, su centro es la decadencia de los Estados Unidos. La guerra parece ser su única estrategia, aunque en realidad constituye el rostro visible de una embrollada arquitectura, que integra restos de viejas glorias y fracasos con nuevos delirios imperiales.
La fuga militarista hacia adelante del gobierno de Bush lo va conduciendo hacia un callejón sin salida. Si persiste con la escalada bélica, es muy probable que su aislamiento internacional se acentúe al extremo y que la crisis económica internacional se profundice. Si desiste de ella, el retroceso se convertirá en derrota, sucedida por grandes turbulencias internas. La comparación con Hitler es inmediata.
El Tercer Reich multiplicaba los frentes de guerra precipitándose en una extensión excesiva (suicida) de sus fuerzas y en consecuencia en un desastre seguro. Pero no podía dejar de hacerlo porque había perdido el control de su dinámica militar, resultado del cáncer social que lo devoraba. Es probable que tampoco pueda hacerlo ahora el Cuarto Reich.
La guerra no solucionará la crisis del Imperio, sino todo lo contrario. Es por ello que se han multiplicado las consideraciones acerca de este aparente despropósito. Abundan las referencias a la presión del lobby petrolero, a la necesidad de tapar la corrupción política y empresaria (efecto Enron), de anestesiar a su opinión pública afectada por el derrumbe bursátil.
También proliferan las denuncias sobre la búsqueda de legitimación militar (campaña antiterrorista) del ascenso autoritario local (creación del superministerio de seguridad interior, aumento del control sobre los medios de comunicación).
Es necesario ir más allá de la coyuntura para entender lo que está ocurriendo.
El primer tema es el del complejo militar-industrial producto de la segunda guerra mundial y de la guerra fría, que se fue convirtiendo en un factor esencial de la reproducción del capitalismo norteamericano. Los gastos bélicos aliviaron sus crisis y constituyeron el centro de sus revoluciones tecnológicas. En torno a dicho sistema creció una intrincada trama de estructuras científicas, industriales, burocráticas, políticas, financieras.
La exageración de la amenaza soviética constituyó su legitimación esencial durante casi medio siglo. Al derrumbarse la URSS, numerosos analistas políticos pronosticaron la extinción gradual del complejo, su reconversión hacia la producción civil. Pero ello era imposible, la economía norteamericana acosada por una aguda crisis de sobreproducción no estaba en condiciones de soportar la desaparición de esa muleta esencial.
Habría significado atacar intereses que ocupaban posiciones decisivas en el sistema de poder, con suficiente peso propio como para bloquear cualquier tentativa en su contra. Por consiguiente la expansión continuó después del fin de la guerra fría. La rigidez estructural de la esfera militar, una de las causas del fracaso soviético, también opera como catalizador de la decadencia en el caso norteamericano.
Constituye por otra parte el aliado natural tanto del autoritarismo interno como de los grupos de rapiña internacional que necesitan a menudo de la coacción armada para controlar negocios (por ejemplo, el grupo petrolero).
Un segundo aspecto importante es el de la declinación de la economía norteamericana. La misma fue amortiguada a lo largo de los 90 gracias a la hipertrofia financiera que absorbía e incrementaba fondos bloqueados en el área productivo. Ese auge motorizó el consumo (la especulación bursátil involucra actualmente a más del 50 % de la población) impulsando altas tasas de crecimiento del Producto Bruto Interno e incluso permitiendo (al final del gobierno de Clinton) eliminar el déficit fiscal.
La euforia especulativa redujo a cero los ahorros personales e infló las deudas familiares, empresarias y estatales.
Eso no podía durar mucho. Hacia el 2000 la burbuja comenzó a desinflarse, se sucedieron los escándalos financieros y finalmente se desplomó la bolsa. En 2001 empezó la recesión que se ha instalado para durar mucho tiempo. Los déficits fiscal y del comercio exterior han llegado a cifras altísimas, el norteamericano medio estafado por la manipulación bursátil sufre ahora un efecto pobreza que enfría el consumo ahogando al mercado interno y achicando los beneficios empresarios.
En consecuencia, la salida imperialista se pone a la orden del día. Saquear recursos naturales y mercados en la periferia, desplazar a los rivales europeos y asiáticos aparecen como opciones lógicas para los grandes grupos económicos.
El petróleo ocupa un lugar destacado en esta historia, aunque sería demasiado simplista atribuirle todo el mérito. Es cierto que el control de los yacimientos del Medio Oriente y de la Cuenca del Mar Caspio, permitiría dominar el grueso de los recursos de petróleo y gas del mundo. Pero Corea del Norte carece de petróleo, agredirla significa desestabilizar el Extremo Oriente e impedir que China y sus potenciales socios, en primer lugar Japón, constituyan un espacio independiente de los Estados Unidos.
En ambos casos y también en el de América Latina aparece la necesidad de controlar mercados y recursos desplazando a los rivales europeos y asiáticos.
De todos modos, la guerra impone a los Estados Unidos efectos económicos negativos que no podrán ser compensados con algunas victorias bélicas. Los nuevos gastos militares incrementarán el déficit fiscal y del comercio exterior, lo que a su vez hará caer el dólar.
El peligro de una huida universal con respecto del dólar crece día a día, sus consecuencias serían catastróficas. Haría subir las tasas de interés en esa moneda dando un fuerte mazazo recesivo al Imperio y deprimiendo así el comercio global (Estados Unidos absorbe actualmente cerca del 20 % de las exportaciones mundiales).
El tercer tema es el de la creciente irracionalidad belicista del sistema de poder en los Estados Unidos. El fenómeno puede ser comprendido insertándolo en el proceso más amplio de financierización de la economía norteamericana, que dio un salto decisivo en los 90 produciendo cambios sustanciales en todos los ámbitos de la vida social. Impregnando, subordinando, a todos los negocios, incluidas las empresas productoras de armas.
Y se expresó en el predominio del inmediatismo especulativo, la eliminación de casi todas las reglas de juego, el distanciamiento cultural entre las elites superiores y la esfera productiva. La corriente arrastró al estado y sus dirigentes políticos. El Poder quedó prisionero del gigantismo que le otorgaba la súper concentración financiera, favorecido por el derrumbe de la URSS que mostró a los Estados Unidos como la única superpotencia planetaria.
Además, el colapso soviético dejó al aparato militar-industrial sin legitimación externa. En ese nuevo contexto, el Imperio utilizó excusas circunstanciales para seguir avanzando, como la primera Guerra del Golfo y la de Yugoslavia. Pero se trataba de enemigos insignificantes.
La tensión entre la pequeña realidad y la búsqueda enfermiza de adversarios de gran talla fue generando negadelirios que empezaron a tomar cuerpo alrededor del 11 de septiembre de 2001.
No debe pensarse que la guerra infinita contra el terrorismo fue un puro invento del lobby militar y su compadre petrolero, sino la resultante de necesidades profundas de la cúpula del capitalismo norteamericano, desbordante de autoritarismo y voluntad de rapiña, más allá de las conspiraciones mafiosas propias de ese sistema de poder.
Frente a ello se acentuó el proceso de desintegración y degradación de la base social que empezó a ser vista por los de arriba como una suerte de otro mundo, inferior, muy lejano. El número de presos (dos millones hoy) creciendo exponencialmente, más de treinta millones de consumidores de drogas, el aumento de la pobreza, de la precariedad laboral (y ahora la desocupación abierta) y la fuerte concentración de ingresos; componen el panorama popular de Estados Unidos.
Dicha realidad facilitó la hegemonía en el sistema de poder de una subcultura muy abstracta y agresiva, muy (demasiado) por encima del mundo. La posesión de instrumentos militares sobredimensionados remachó la trampa psicológica.
Es necesario volver nuevamente a la Alemania de los años 30 y su nazismo victorioso, descripto por Hermann Raushning como un nihilismo avasallador centrado en un Poder autista, sin contrapesos reguladores.
Donde el éxito efímero del superaparato totalitario (policial, burocrático, tecnológico, militar, industrial, propagandístico) generó en la elite dominante la sensación de su omnipotencia. Pero esa subcultura aparatista-autoritaria, como señalaba Raushning antes del inicio de la guerra, producida y expandida por la máquina del poder es tan vacía, artificial e inauténtica que el gigantesco aparato que la sustenta podría derrumbarse de una día para otro sin dejar la menor traza.
Pero no exageremos con los paralelismos. Existe una especificidad determinante en el caso norteamericano actual. El aparatismo de tipo industrial y europeo de Hitler, prisionero de la cultura del maquinismo, se diferencia del aparatismo con base financiera de Bush, mucho más efímero, virtual, verdaderamente planetario, veloz.
Otorgándole una mayor flexibilidad pero también una elevada volatilidad. Si la sobre-extensión estratégica hitleriana condujo a su aplastamiento por una potencia periférica (la URSS), es probable que la guerra infinita de la hiperpotencia norteamericana termine con la hiperimplosión del Imperio. Hecho aparentemente inverosímil si lo sometemos a una evaluación conservadora, pero probable si lo vemos desde la lógica del proceso en curso.
Ello lleva al tema de las potencias hegemónicas de reemplazo que podrían emerger en el futuro. Dos fantasías circulan actualmente. Una es la de la irrupción de un eje Alemania-Francia-Rusia como alternativa a la declinación de Estados Unidos. Pero la evaluación de esos tres componentes, nos conduce a apreciaciones pesimistas.
Alemania ha tenido un crecimiento casi igual a cero en 2002 y su recesión se está agravando en 2003, ya supera los 4.800.000 desocupados, las inversiones caen. La situación de Francia y del conjunto de la Unión Europea no es mucho mejor.
La otra fantasía es la del ascenso asiático, pero poco puede esperarse de Japón, con más de una década de estancamiento y ahora entrando en depresión. En cuanto a China, en el mejor de los casos podrá sustraerse de la recesión mundial, volcándose hacia adentro, aunque corre el riesgo de sufrir la crisis de sus sistemas financiero e industrial (este último muy dependiente del mercado externo).
Ello es así porque la globalización financiera triunfó en los años 90, nadie escapa hoy de las turbulencias del capitalismo mundializado cuya declinación opera a través de una infinita red de vasos comunicantes de negocios y relaciones políticas.
En consecuencia, no aparecen (y casi seguramente no aparecerán) reemplazantes hegemónicos a la vista. Esto confirmaría un escenario futuro de bifurcación caótica. Su duración podría ser relativamente larga y uno de sus desarrollos posibles sería el de la mutación civilizacional. En ese proceso, durante una primera etapa, podrían subsistir formas de militarismo imperial mucho más degradadas que la actual.
Dicha mutación, basada en la decadencia del mundo burgués, podría derivar en un tránsito, probablemente doloroso, hacia una nueva era de renacimiento humanista, sin hegemonías importantes, con emergencias significativas de nuevas formas de convivencia social basadas en la igualdad, la solidaridad, la recuperación de dinámicas productivas autónomas, todo ello, superando, situándose más allá de la dinámica parasitaria (irreversible) del capitalismo.
Hechos como el de la movilización planetaria simultánea de millones de personas el 15 de febrero de 2003 contra la guerra imperial nos estarían indicando que algo nuevo, esperanzador, está naciendo.
A nivel mundial aparece una realidad escandalosa despreciada por la literatura neoliberal: el antagonismo entre la presencia de fuerzas productivas globales (en un sentido amplio del término) saqueadas, comprimidas, y la persistencia de un capitalismo crecientemente improductivo, senil.
Considero de enorme utilidad el empleo del concepto de capitalismo senil porque hace referencia inmediata a la historia de las decadencia de imperios y civilizaciones, de los grandes ciclos, más allá de la especificidad capitalista. Donde la declinación ha sido siempre motorizada por metástasis parasitarias irresistibles como lo podría ser ahora la hipertrofia financiera-mafiosa.
De esa confrontación entre fuerzas productivas desbordantes y relaciones de producción puede emerger la degradación infinita o formas superiores de organización social. El socialismo se encuentra entonces a la orden del día, especialmente en la periferia, donde el desastre es abiertamente insoportable, muy especialmente en América Latina, donde la marea popular asciende, se extiende, tropieza, pero vuelve rápidamente al combate, se va radicalizando.
Capitalismo senil y decadencia militarista del Imperio