El cinco de julio el país presenció la movilización nacional más nutrida de los últimos años en una notoria respuesta a la muerte, en circunstancias no esclarecidas aún, de 11 de los diputados del Valle retenidos por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) desde el año 2002. El gobierno central, con el apoyo de varios gobiernos seccionales y del mundo empresarial, movió al personal de funcionarios y empleados a sumarse, con camisetas y pancartas.
Sectores de la Iglesia Católica así como de organizaciones sindicales y políticas, entre ellas el Polo Democrático [coalición electoral de fuerzas políticas progresistas], concurrieron a la cita, pero no con los mismos propósitos. Mientras el presidente Álvaro Uribe reclamaba un respaldo a su política de rescate militar, no intercambio humanitario ni despeje, en los desfiles le fue imposible ocultar al gobierno y a los medios la divergencia de criterios con los familiares, las personalidades y las organizaciones que claman hoy por una salida racional, humana, con reconocimiento de las realidades y concesiones recíprocas, para facilitar la devolución de los cuerpos y la clarificación de las responsabilidades en los dolorosos hechos.
El gobierno y la derecha han promovido utilizar el horror de la tragedia para su política de guerra. Como lo ha señalado el ex presidente Alfonso López, ha hecho crisis la actitud oficial de esquivar el canje humanitario, escudándose en la intransigencia del contrario.
Lo que puede seguir, de no darse un viraje en esta situación, son mayores desastres. El Estado debe entender que está, por encima de toda consideración estratégica y utilitaria, la vida de los secuestrados y rehenes. La razón indica que hay que lograr acuerdos para que sean devueltos con vida los demás. Para esa salida humanitaria no hay sustituto. El gobierno no ha revocado la orden presidencial de rescates a sangre fuego. De su parte, la insurgencia tiene la grave responsabilidad de asegurar la vida y la dignidad de quienes mantiene cautivos. En el campo de las soluciones se necesitan iniciativas y caminos audaces y novedosos, que faciliten la salida de una situación que se prolonga, con delicados y crecientes riesgos.
Tanto la declaración del G-8 como la actitud de los países amigos, Francia, España y Suiza, apoyan esta búsqueda de opciones. Una y otra indican que la salida militarista no es una alternativa. Per o también, que el gobierno debe cambiar su postura de negar la existencia del conflicto. Esa actitud no es en defensa de la soberanía y autonomía de Colombia, según lo sostiene Uribe. La guerra contrainsurgente la hace de la mano del Comando Sur y el Plan Colombia.
Como han indicado las organizaciones de derechos humanos, reconocer el conflicto y a la contraparte, facilita los instrumentos internacionales de los Acuerdos de Ginebra y sus Protocolos adicionales, suscritos por el Estado colombiano, que hacen parte de su ordenamiento constitucional. En lo inmediato, debe hacerse factible al Comité Internacional de la Cruz Roja, al que las FARC han pedido actuar, adelantar las gestiones para cumplir la angustiosa exigencia de los familiares.
Las fuerzas de la paz y entre ellas el Polo Democrático están lejos de renunciar al proyecto de un país con justicia social, pacífico y democrático.
En tal empeño, valoran en alto grado su actitud de independencia frente al poder, su decisión solidaria con los familiares de las personas en poder de la insurgencia y con los presos políticos, como parte de la búsqueda de una salida que incluya un cambio democrático y una reconstrucción del tejido social, deshecho por la guerra sucia, la represión y la prolongación del conflicto.
El autor es secretario general del Partido Comunista Colombiano. El artículo fue redactado para la comprensión fuera de Colombia.
Colombia: Intercambio humanitario ¡YA!