El pintor mexicano Diego Rivera no fue sólo uno de los genios del muralismo, autor de frescos monumentales en los que el indio figura como centro de un universo plástico profundamente americano.
Al margen de esa obra mural incomprendida en su tiempo -en la que reflejó con pasion toda una época de la historia americana-, dejó una vasta colección de pintura de caballete correspondiente, en su mayoría, al período de 1913-1921, cuando frecuentaba en París las vanguardias artísticas sin dejarse arrastrar por su brillo, a veces tan tentador como efímero.
De regreso a México, bajo el influjo de las ideas desencadenadas por la revolución de 1910, se declara partidario de un arte que exprese la plasticidad, la dinámica y la estética de las multitudes.
El cuadro de caballete – diría en 1926 al escritor cubano Alejo Carpentier – en el que se deja siempre un poco de juventud, de ideales, de vida, apenas sale de las manos del artista se transforma en una mercancía para beneficiar al marchand menos escrupuloso.
La obra viene a encallar entonces en la antesala de un buen burgués – anadiría – sin más finalidad que su placer egoísta y el de algunos de sus amigos.
De la época en que se paseaba por Montparnasse acompañado de Picasso y Leger, el artista mexicano conservó hasta el final de su vida cuadros que solía calificar de muy malos: lienzos de clara ascendencia cubista o impresionista, paisajes académicos, composiciones que evidenciaban la huella inconfundible de Cezanne, en algunos casos.
Sin embargo, el cubismo que cultivaba Rivera, subraya Carpentier, tenía muy pocos paralelos con el de Juan Gris o el de Braque, por ejemplo. Eran cuadros de un acento propio, donde lo mexicano alentaba en “ornamentaciones emparentadas con las de los cofres de Olinala y las jícaras de Michoacan.”
Aun cuando se planteara los mismos problemas de estructura que preocupaban a sus contemporaneos, Diego Rivera se orientaba ya (inconscientemente) hacia un tipo de expresion que quedaria fijado, alrededor de 1926, en los murales de la Secretaría de Educación, en la capital mexicana.
De los paisajes al retrato, esos cuadros constituyeron una especie de preparacion, una ejercitación cuyos frutos se sintetizan en las grandes superficies de los frescos, en esos kilómetros cuadrados de pared, de muros invadidos por una galería de personajes reales, en las que el indio sustituye al ideal griego de belleza.
El artista también pintó, por supuesto, a las mujeres que amaba y a muchas de ellas las llevó a sus murales. Carpentier afirmaba que los rostros dibujados por Diego intentaban revelar un caracter racial, más alla de los limites del simple retrato.
En su obra de caballete abundan los tipos populares, los hombres y mujeres anónimos captados en actitudes hieráticas, matizados a veces por un leve toque expresionista. Sometía el tratamiento de las formas humanas a las exigencias de una vision plástica interior, que transfiguraba lo contemplado.
Cuentan que para trabajar las figuras de algunos de sus frescos permaneció dias enteros en las minas de su natal Guanajuato y trazó centenares de bocetos, parte de los cuales traslado despues al lienzo.
Otro tanto ocurrió con la serie magnífica de sus dibujos agrupados bajo el tema de Tierra y Libertad, en los que reflejó las actividades de las comunidades agrícolas y los sindicatos del estado de Tamaulipas, a finales de la década del 20.
Resulta imposible determinar, en cifras exactas, la magnitud de la pintura de caballete de Diego Rivera, cuyo rastro se encargan de desdibujar cuidadosamente los marchands a los que tanto detestó.
Muralista por convicción, Diego amó y vivió intensamente, pero su pasión mayor fue la pintura. Dicen que en 1956, cuando en su lecho del hospital lo asediaba la muerte, tomaba con frecuencia los pinceles para trabajar en el retrato de su nieta, lamentablemente trunco.
Diego Rivera, intimidad del caballete