GUATEMALA (Prensa Latina) - Durante el 2002, 98 jueces, abogados litigantes y fiscales de Guatemala fueron amenazados -dos de ellos asesinados- sin que hasta la fecha se haya podido identificar a ningún responsable. El 2003 no empezó mejor: durante el mes de enero Héctor Rodríguez Argueta, magistrado de sala administrativa, fue asesinado a balazos en la zona 8 capitalina. Y en el mismo mes la magistrada de sala penal Jacqueline España, quien había condenado a integrantes de bandas del crimen organizado, fue emboscada por desconocidos armados, también en la capital. Pese a que se hallaron en el carro 26 impactos de bala, la jueza resultó milagrosamente ilesa. El peor efecto de la violencia es el acostumbramiento, y en Guatemala ya nadie se sorprende de que los jueces circulen por la ciudad armados o con guardaespaldas.
De hecho, el fiscal Manuel de Jesús Flores, asesinado una mañana de septiembre en un bus en pleno centro de la capital, llevaba consigo un arma nueve milímetros al momento del ataque.
El segundo blanco certero de una balacera anónima fue un juez de paz del interior de la República. El cuerpo de Miguel Ávila Vázquez apareció en el interior de su vehículo en un barranco de la carretera al Atlántico, con 16 impactos de bala. A su lado había dos armas de fuego con cartuchos útiles, por lo que se presume que el juez habría intentado sin éxito repeler el ataque. Ávila Vázquez nunca había denunciado amenazas, pero sí lo había hecho su antecesor en el cargo. Sin embargo, meses más tarde, la fiscalía clausuró el caso por no hallar “pruebas suficientes”.
Claro que en Guatemala no sólo los operadores de justicia son hostigados y asesinados. El año pasado decenas de militantes de derechos humanos e investigadores sociales sufrieron secuestros, exilios forzosos, allanamientos de sus oficinas y amenazas de muerte, al punto que el 2002 fue considerado como el peor año desde la firma de los acuerdos de paz (en 1996) en el “ranking” de intimidaciones.
A los supuestos responsables de estos hechos se les llama aquí “grupos clandestinos”. Y aunque nadie se anima a decir públicamente quiénes los conforman, la participación de integrantes de los cuerpos de represión estatal -que nunca fueron desmantelados en Guatemala pese a la firma de la paz- es un secreto a voces.
Teléfonos intervenidos, seguimientos por vehículos, secuestros a plena luz del día y por pocas horas y las clásicas llamadas telefónicas (“te estamos vigilando”, suelen decir, o peor: el sonido de la marcha fúnebre sin que medien palabras) forman parte de la cotidianidad de la mayoría de las personas que trabajan en Guatemala en el esclarecimiento de las violaciones a los derechos humanos.
En el caso del sistema de justicia, el efecto de las intimidaciones es devastador. No sólo para los operadores judiciales, sino para toda la ciudadanía que se ha transformado en el testigo impotente de un poder judicial cada vez más controlado y con menor poder de acción.
“Prácticamente es imposible saber de dónde provienen las amenazas”, indica la magistrada Yolanda Pérez, de la décima sala penal, integrante de la Red Centroamericana de Jueces, Fiscales y Defensores por la democratización de la Justicia.
Además de los grupos clandestinos, con intereses específicos en evitar enjuiciamientos a militares, civiles o policías involucrados en masacres, torturas y crímenes durante el conflicto armado interno, también se puede sospechar del “crimen organizado, y otros poderes”, agrega.
Ello incluye en la lista al narcotráfico, las redes de corrupción, adopciones ilegales y el contrabando, pero en todos los casos parece existir un denominador común: el escaso interés de los poderes ejecutivo y legislativo en revertir la situación. CASOS Y COSAS
Durante el mes de abril, el Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales de Guatemala (ICCPG) presentó el Segundo Monitoreo de Independencia Judicial en Guatemala.
El estudio revela datos asombrosos. Por ejemplo, que entre los años 1997 al 2000 se produjo un aumento “del 277 por ciento” en las denuncias de amenazas e intimidaciones contra operadores judiciales.
De los 98 casos denunciados en el año 2002, el 42 por ciento fueron amenazas contra jueces, seguidos por los abogados (30 por ciento) y los fiscales (19por ciento).
Entre las denuncias se encuentra la del Fiscal Miguel Bermejo Betancourt que investigaba a tres ex funcionarios por un “desvío” de 49 millones de quetzales (unos seis millones de dólares) desde el Ministerio de Gobernación hacia sus cuentas personales
Según Bermejo Betancourt, la policía le advirtió de la contratación de cuatro sicarios para asesinarlo, por lo que le fueron asignados guardaespaldas especiales.
El resultado del caso es previsible: dos de los empleados acusados siguen prófugos, y el ex ministro acusado, Byron Barrientos Díaz, es ahora diputado del Congreso. Hace pocos días se volvió a suspender la audiencia para saber, apenas, si habrá o no juicio en esta causa.
Una muestra del escaso poder de la justicia es que hasta los magistrados de la Corte denunciaron amenazas. Según el presidente de la Corte, Carlos Larios Ochaita, tres magistrados de sala penal recibieron llamadas telefónicas en que se les decía que “les había llegado la hora”.
Las placas del vehículo de uno de los magistrados fue robada y apareció misteriosamente en la morgue del Organismo Judicial. La Corte adjudicó las amenazas a “grupos de secuestradores y narcotraficantes” y desde entonces se movilizan con un séquito de guardaespaldas armados.
Los defensores públicos tampoco se salvaron de esta guerra anónima. En mayo del año pasado, las oficinas de la Defensa Pública Penal fueron allanadas por la noche. Tras violar los armarios, los desconocidos se tomaron el trabajo de abrir muchos expedientes y de untar las computadoras con excrementos humanos.
Casualmente, el allanamiento se produjo días después de que los defensores se habían presentado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por violaciones al debido proceso, entre ellas, un caso de tortura policial contra un detenido.
En los despachos judiciales, el miedo y la desconfianza conviven con la apatía de que “nada va a cambiar”. Pero el recelo no se limita a la amenaza externa. El monitoreo realizado por el ICCPG incluyó encuestas anónimas a 166 operadores de justicia.
Cuando se les preguntó si recibían injerencias internas, el 46 por ciento respondió que sí. De ellos, el 91,4 por ciento indicó que eran “indebidas”, sobre todo mediante “llamadas telefónicas” de personas pertenecientes a la misma institución.
Alcanza con mencionar la opinión de un fiscal “generalmente (las llamadas telefónicas) se dan porque actores interesados piden la intervención de nuestros supervisores para que un caso se resuelva a sus intereses”.
Todo parece indicar que en Guatemala hay demasiados sectores interesados en que la Justicia permanezca sitiada. La pregunta que nadie se atreve a responder es si el Poder Judicial podrá salir del cerco que le están construyendo y mirar de frente a la sociedad.
Guatemala, la justicia sitiada