MADRID (Prensa Latina) – Una gran parte de la prensa mundial esta perdiendo el sentido de la vergüenza, lo peor que según Confucio pueda perderse después del sentido del humor. Con la reciente reunión en las Naciones Unidas sobre la Infancia se han lucido periódicos de los más diferentes signos.
“El mundo a la cabecera de los niños” es uno de los más recientes que he leído en el rotativo francés Le Fígaro, que precisa como quien no quiere la cosa que 77 jefes de Estado y de gobierno se reunieron en Nueva York.
Y la mayoría de los otros diarios hacen como si esa conferencia sirviera para algo, aunque también es cierto que la ciudad de los rascacielos, como la llamaban en mi infancia – ahora tiene dos menos – es muy agradable en primavera, sobre todo cuando se puede uno permitir el lujo de frecuentar los mejores bares y los restaurantes más costosos.
Y con el aire acondicionado de las salas de conferencia de la ONU dar pruebas de buena voluntad, de una sensibilidad que no se tiene ni por asomo, es un ejercicio que no cuesta nada y es muy rentable de cara a las cámaras de la televisión.
Delegados de todos esos países, trajeados por los mejores sastres de Londres, París o Hong Kong, se suceden en la tribuna para enunciar las cifras que todo el mundo conoce y que a nadie le importan un rabano: 11 millones de niños mueren todos los años en el mundo, hay 150 millones subalimentados, 120 millones que no saben como se escribe escuela.
Pero los únicos niños que la mayoría de estos elegantes delegados conocen son los suyos o los de los amigos, rubios o morenos, blancos o negros pero con un mismo rasgo distintivo: están muy bien alimentados y hasta mal criados y no saben que es eso del hambre.
Claro que los delegados tampoco.
Por cierto que Le Fígaro agregaba en la crónica que he leído que los especialistas del derecho de la infancia lamentaban la ausencia en la cumbre neoyorquina del norteamericano George W. Bush, del británico Tony Blair, del alemán Gerard Schroder y del francés Jacques Chirac, “que representan a los principales países donantes de la ONU.” Vamos, los que pagan las facturas.
Aparentemente ninguno de ellos ha pensado que de esa masa de desmamados puede salir el fermento de esos “terroristas” que el señor Bush caza sin que le importe destruir un país entero para ello y gastarse en bombas lo que podría dar leche en polvo a unos cuantos millones de infantes.
También es verdad que el Banco Mundial se ha tomado la molestia de calcular que se necesitan ochenta mil millones de dólares todos los años para que los chiquillos del mundo puedan tener comida, atención sanitaria, atención escolar, menudencias.
Tampoco es mentira que en Palestina hay muchos niños que no pasan hambre. Una bala misericordiosa se los lleva al paraíso de Alá y todos tan contentos, con titulares menos llamativos que el destinado a reseñar los avatares infantiles de la ONU: “un niño palestino falleció por bala.” Sin duda una enfermedad gastrointestinal.
Pero todo esto no impide que el secretario general de la ONU, Kofi Annan, un diplomático avezado, elegante y simpático que consiguió escapar con este cargo a los arriesgados usos políticos vigentes en África, sonría sin parar o ponga cara de circunstancias cuando llega el momento, sin que se le altere el nudo de la corbata.
Recuerdo que a Annan le conocí durante una visita que hizo a Brasilia. Digo visita porque en realidad nadie entendió que hacia en la capital federal brasileña como no fuese tratar de descifrar los secretos de la maravillosamente demente capital del futuro.
No creo que nadie recuerde de que nos habló en la tradicional conferencia de prensa que las autoridades brasileñas reservan tradicionalmente a sus huéspedes oficiales en una salita de la planta baja del aéreo Palacio de Itamaraty, el ministerio de Relaciones Exteriores.
Podría ser que mientras el coche del Protocolo de Itamaraty lo paseaba por las avenidas-autopistas de Brasilia se tropezase, pero sin verlos, porque tendría cosas más serias en que pensar, con esos niños de 10 o 12 años que conducen como un Ben Hur cualquiera carritos construidos de excrementos de la humanidad para transportar papeles y cartones destinados a los traperos y que les permiten comer todos los días o casi.
Tampoco creo que se aparcara alrededor de tiendas o farmacias donde los chiquillos se disputan unos reales por guardar el coche del recién llegado.
No se cuanto habrá costado esta reunión de la ONU – incluyendo los indispensables cocteles para combatir el estrés de los diplomáticos, las reuniones donde los licores caros y el caviar del Caspio circulan generosamente – pero es probable que daría para cubrir las necesidades de unos cuantos niños que no saben lo que es una familia.
Es curioso que últimamente los informes sobre la infancia desgraciada que caen en mis manos se centren en los llamados niños de la guerra, esos chiquillos que en África son obligados o empuñan las armas para sobrevivir.
Entiendo sin embargo que es más cómodo hablar de ellos porque, comparados con la miseria infantil en general, son pocos. Y además tiene más morbo decir que un niño de ciertos países africanos mata a tiros como los mayores. Desde el punto de vista de la imagen es “genial.”
Porque lo cierto es que resulta muy aburrido fotografiar a los hambrientos menores de los carritos de Brasilia, o a los chiquillos que apenas saben andar pero que escarban con manos de adultos codiciosos las basuras de un vertedero infectado de mil enfermedades.
A mi me parece que con nuestra indiferencia y esa perpetua puesta en escena de la miseria infantil contribuimos más a la muerte de los 11 millones de las estadísticas que aquellos gobiernos que no les dan la menor posibilidad de sobrevivir.
Niños miserables y diplomáticos elegantes