Ingrata y desmotivante ha sido la última etapa vivida por las tropas invasoras, instaladas en Irak, luego de la derrota del ex dictador Saddam Hussein.
Cada día, el Comando Central ocupante está reportando nuevos casos de soldados heridos o muertos en diferentes escaramuzas con grupos resistentes, o en emboscadas que la prensa norteamericana insiste en relacionar con efectivos leales a Hussein.
Sin embargo, la realidad supera esta sospecha y los datos conducen a una evidencia todavía más desfavorable para los objetivos del Pentágono. En Irak, la gran mayoría de su población vio con agrado el derrocamiento de un régimen corrupto y nefasto, aunque sabían que las intenciones subyacentes del ejército invasor no eran ni democratizadoras ni liberadoras. Tras la caída de la dinastía Hussein estaba el gran negociado de las empresas petroleras y las jugosas licitaciones para la camarilla de Bush. La suerte del pueblo iraquí era la suave máscara de un tenebroso plan estratégicamente urdido desde antes del cada vez más sospechoso 11 de septiembre de 2001.
Hasta ahí, todo bien para los afanes imperialistas. Bush, con el ferviente apoyo de sus dos corifeos de turno -Blair y Aznar-, consiguió elevarse a la altura de señor imperial alcanzando astronómicos niveles de popularidad en Estados Unidos, país donde las estadísticas condicionan hasta lo más esencial de la vida cotidiana de sus ciudadanos. Sin embargo, pasada la vorágine de la guerra, vastamente cubierta, minuto a minuto, por las grandes cadenas televisivas, apagadas las luces, retirados los maquilladores, desconectados los micrófonos, la guerra, esa que se alimenta del dolor, la sangre y la aniquilación del enemigo, comenzó a desplegarse en toda su dramática consistencia.
Y reapareció el gran fantasma, el trauma de toda una nación, el efecto Viet Nam se volvió a instalar en el subconsciente de los norteamericanos. La imagen de sus hijos partiendo con una sonrisa triunfal y regresando en bolsas plásticas es demasiado fuerte para la sagrada opinión pública de Estados Unidos. El libreto cuidadoso de Bush, Rice y Powell comenzaba a mostrar sus errores. Y en la guerra, los errores se contabilizan en muertos.
Casi un soldado herido o muerto por día han tenido las fuerzas ocupantes desde que Hussein huyó, superando “milagrosamente” y “justo a tiempo”, el más sofisticado sistema de vigilancia y uno de los más avanzados despliegues de tropas desde la Segunda Guerra Mundial.
En este escenario, son dos los elementos que más pesan y que pueden condicionar seriamente el futuro de Irak y el futuro de la ocupación: por un lado, la evidente voluntad de resistencia organizada que está demostrando el pueblo iraquí, indistintamente en sus expresiones chiíta y sunnita, que se manifiesta en una organización guerrillera que propina golpes continuos y efectivos a los invasores, afectando especialmente su moral de combate; y, por otro lado, el derrumbe de toda la parafernalia comunicacional y de inteligencia montada por los altos mandos aliados, que incluyeron desinformación, mentira, falsificación de pruebas e, incluso, como en el caso del Doctor Kelly, la eliminación física de quienes tenían información relevante acerca de los mecanismos de la Gran Mentira.
Con Blair puesto entre la espada y la pared por el caso Kelly, con Bush seriamente afectado por la baja de popularidad producto del develamiento de las escandalosas falsificaciones mediáticas hechas para justificar la guerra y por la crítica de los parlamentarios ante el altísimo costo de la invasión, los barriles petroleros iraquíes llegan ahora a Estados Unidos sin su preciado tesoro negro. En su interior, para horror del ciudadano común, sólo hay Sangre y Arena. Y la sangre no es iraquí.
Agencia de Noticias Mundo Posible
Precio fatal de la ocupación de Irak