Fui desplegado a Irak en abril del 2003 y en octubre regresé a casa para dos semanas de libertad. Mi regreso a casa me dio la oportunidad para poner mis pensamientos en orden y para escuchar a lo que me tenía que decir mi conciencia. La gente me preguntaba sobre mis experiencias en la guerra, y al contestarles me hizo regresar a todos los horrores – los tiroteos, las emboscadas, la vez que yo vi a un joven iraquí arrastrado por los hombros por un charco de su propia sangre, o a un hombre inocente decapitado por nuestro fuego de metralla; la vez que yo vi a un soldado todo quebrado adentro porque había matado a un niño, o cuando vi a un viejito de rodillas, llorando con brazos levantados hacia el cielo, quizás preguntándole a Dios porqué le habíamos quitado la vida de su hijo ahí muerto.
Yo pensé del sufrimiento de un pueblo cuya patria yace en ruinas, y que sufren aun más humillaciones por las incursiones, patrullas y toques de queda de un ejército de ocupación.
Y me dí cuenta que no era verdad ni una de las razones que nos dieron por estar en Irak. No había armas de destrucción masiva. No había ningún lazo entre Saddam Hussein y al Qaeda. No estábamos ayudando al pueblo iraquí, y el pueblo de Irak no nos quería ahí. No estábamos previniendo al terrorismo ni tampoco garantizando a la seguridad de los estadounidenses. No pude encontrar ninguna razón por estar allá, por haber disparar contra la gente, ni por haber sido blanco de sus tiros.
Mi regreso a casa me dio la claridad para distinguir la diferencia entre el deber militar y la obligación moral. Me dí cuenta que fui parte de una guerra que yo creía inmoral y criminal, una guerra de agresión, una guerra de dominación imperial. Me dí cuenta que seguir a mis principios era incompatible con mi papel militar, y decidí que no pude regresar a Irak.
Con bajar mi arma tomé la decisión de reafirmarme como ser humano. No deserté al servicio militar, ni tampoco he sido desleal a los hombres y a las mujeres de las fuerzas armadas. Tampoco he traicionado a ningún país. Yo simplemente fui leal a mis principios.
Cuando me entregué, con todos mis temores y dudas, no lo hice solamente para mi mismo. Lo hice por el pueblo de Irak, hasta por los que dispararon contra mí. Simplemente estaban al otro lado de un campo de batalla donde la misma guerra fue el único enemigo. Lo hice por los niños iraquíes, víctimas de minas y del uranio reducido. Lo hice por los miles de civiles desconocidos caídos en la guerra. Mi tiempo en prisión es un precio muy pequeño comparado con las vidas con la que han pagado iraquíes y norteamericanos. Es muy poco precio comparado con el precio que ha pagado la misma humanidad por la guerra.
Muchos me han tachado de cobarde; otros me han calificado como héroe. Creo que me encuentro en medio de los dos. A los que me han llamado héroe, yo les digo que no creo en los héroes, pero sí creo que la gente ordinaria tiene la capacidad de hacer cosas extraordinarias.
A los que me han llamado cobarde, yo les digo que están equivocados, y a la misma vez tienen razón sin saberlo. Están equivocados cuando creen que me fui de la guerra por miedo a la muerte. Admito que ese miedo existía, pero también había el temor de matar a gente inocente, el miedo de ponerme en una posición en la cual sobrevivir quiere decir matar. Había el temor de perder mi alma en el proceso de salvar mi cuerpo, el temor de perderme para mi hija, a la gente que me ama, al hombre que antes era, el hombre que quise ser. Tenía miedo de despertar un buen día y darme cuenta que había perdido mi propia humanidad.
Yo digo sin ningún orgullo, que cumplí con mi deber de soldado. Estuve al mando de un escuadrón de infantería de combate, y jamás fallamos en cumplir nuestra misión. Pero los que me llaman cobarde tienen razón sin saberlo. Sí fui cobarde desde el comienzo por no haber dejado a la guerra, por haberme hecho una parte de ella. Mi deber moral fue el de rechazar y resistir a esta guerra, un deber moral que me llamó a una acción consecuente. Falté en cumplir con mi deber moral como ser humano, y en lugar de esto decidí cumplir con mi deber de soldado. Todo porque tuve miedo. Estuve atemorizado, no quise enfrentarme al gobierno y al Ejército, tuve miedo de ser castigado y de la humillación. Fui a la guerra porque en ese momento fui cobarde, y por eso les pido a mis soldados su perdón por no haber sido para ellos un líder debido.
También le pido perdón al pueblo iraquí. A ellos les digo que pido su perdón por los toques de queda, por las incursiones, por los asesinatos. Ojalá encuentren en sus corazones la bondad de perdonarme.
Una de las razones porqué yo no rechazaba la guerra desde el comienzo fue la que tuve miedo de perder a mi libertad. Hoy, mientras me encuentro tras rejas me doy cuenta que hay muchas clases de libertad, y que a pesar de mi detención estoy libre en muchas maneras importantes. ¿De qué nos sirve la libertad si tenemos miedo de seguir a nuestras conciencias? ¿De qué sirve la libertad si no podemos vivir con nuestras propias acciones? Guardo prisión pero me siento hoy más que nunca conectado a toda la humanidad. Me encuentro tras estas rejas hombre libre porqué escuché a un poder más alto, a la voz de mi conciencia.
Camilo Mejía pasó más de siete años en el Ejército, incluyendo ocho meses en Irak. Vuelto a casa en libertad, solicitó status como objetor por conciencia. Pero, lo hallaron culpable de deserción por haberse negado regresar a Irak, y fue sentenciado a un año de cárcel. Fue liberado de la prisión el 15 de febrero.
Recuperando mi humanidad