Llegando al partido de los trabajadores

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Con motivo del segundo aniversario de la muerte de Gladys Marín el marzo 6, 2005, dos días antes del Día Internacional de la Mujer, publicamos una parte de su libro autobiográfico “La Vida es Hoy”.

“En la Escuela Normal teníamos clases de Religión. Como actividad extraprogramática había que asistir a charlas que daban en la Casa Pío XII, en la calle Huérfanos. Allí también funcionaba la Juventud Obrera Católica (JOC), de la cual nos hicimos parte...”

Ibamos con mi amiga y compañera de curso Marta Friz, porque teníamos muy buena relación con el cura y aprovechábamos de conversar con gente joven, igual que nosotras. Asistían alumnos de varios colegios y después de las charlas servían chocolate y pasteles, con derecho a repetición.

En ese tiempo yo era delegada de curso y asistía a las reuniones del Centro de Alumnas, siempre vigiladas por una profesora. Los temas a tratar se relacionaban con rendimiento, conducta, de repente la organización de un acto solemne. Pero, con el tiempo, con otras compañeras, como delegadas del Centro de Alumnas, nos tocó entrar en comunicación con los estudiantes de un liceo vecino a nuestra escuela, el Valentín Letelier, y después con los alumnos de la Escuela Normal Abelardo Núñez. Fue el comienzo de mi participación en el movimiento estudiantil secundario. Recuerdo las primeras huelgas en relación al precio del pasaje escolar. Asistíamos a las marchas y en ese tiempo los carabineros usaban los palos. Los ‘guanacos’ se empezaron a usar después, con agua potable, más tarde empezaron a tirar agua sucia, y ahora con esta modernidad y la ecología mediante, arrojan agua mezclada con elementos tóxicos.

Eran otros tiempos. En los liceos fiscales estudiaban gratis los hijos de los profesionales y los hijos de los obreros. A la Universidad todavía podían ingresar jóvenes de hogares obreros. En las organizaciones estudiantiles se discutían no sólo los problemas de los estudiantes, sino los problemas de la juventud, del país, del pueblo. Mis conversaciones y mis encuentros con jóvenes de otros liceos significaron para mí un cambio profundo, enorme, trastocador. Eran gente llena de vida, con intereses amplios. Utilizaban un lenguaje distinto, ideas que abrían nuevas perspectivas, horizontes. Los acontecimientos en sus palabras tomaban vida, la historia que comencé a comprender no era la historia de los textos de estudio, sino la historia de la vida, la historia del fluir de las luchas, de los anhelos y las esperanzas de un pueblo.

Ingresé con carné a las Juventudes Comunistas por el año 1958. Empezar a militar en la organización fue para mí como un respiro. Allí podía ser yo misma, por fin con gente que no tenía que aparentar nada. En mi familia éramos pobres. Mi madre trabajaba mucho, como profesora en Santiago, y cuando volvía a Talagante, los fines de semana, se dedicaba a coser para ganar algo extra y poder mantener la familia. Yo, como ya he dicho, vivía en una pensión y algunos fines de semana viajaba a Talagante. Otras veces no nos alcanzaba para pagar el pasaje y tenía que quedarme en Santiago. Era pobre y no tenía por qué sentirme menoscabada por ello. Pero en la Escuela Normal todas aparentaban, trataban de demostrar que tenían más de lo que realmente tenían. Por ejemplo, al finalizar los estudios venía la ceremonia de la graduación y las alumnas se desvelaban pensando cómo juntar lo poco que tenían y hasta lo que no tenían para comprarse el vestido y pagar a fiesta. A mi graduación no fui, estaba en estado de rebeldía total, ya era comunista, no tenía vestido, no quería darle a mi madre un gasto extra y no tenía por qué andar pidiendo prestado.

Me integré a las tareas de las Juventudes con alegría y entusiasmo. El Partido Comunista estaba recién saliendo de la ilegalidad. Treinta mil comunistas habían sido borrados de los registros electorales, cientos de ellos habían pasado por el campo de concentración de Pisagua, víctimas de la traición de González Videla y de la ley de ‘Defensa de la Democracia’. Neruda había sido obligado a salir del país. En 1958 muere Galo González, secretario general del Partido. Salimos en la noche a pegar afiches y a hacer rayados llamando a su funeral. Llegamos al cementerio y flameaban las banderas rojas. Era la primera de las manifestaciones en que el Partido salía abiertamente a las calles. Intervino Luis Corvalán en el sentido de que el Partido había conquistado la legalidad de hecho y que había que conquistarla de derecho.

En las Juventudes Comunistas y el en el Partido, conocí mucha gente, me identifiqué profundamente con ella. Me reconocí en la gente sencilla, porque de ahí venía. Me acuerdo de un compañero con una pierna de pala, a quien llamábamos el Cojo Díaz. Fue uno de mis primeros maestros, tenía un quiosco de revistas de la calle Recoleta, cerca de la Escuela Normal. Cada vez que podía, iba a conversar con él, me hablaba de las huelgas, de la historia del movimiento obrero, de los primeros sindicatos en la pampa, de la masacre de la escuela Santa María, de las claras ideas de Luis Emilio Recabarren, de Pedro Aguirre Cerda y de su ministro de Salud, Salvador Allende.

En ese tiempo, las células de los estudiantes comunistas pertenecían orgánicamente a los comités locales de barrio. No había separación entre las organizaciones de estudiantes y obreros. Esto permitía que los problemas se trataran en forma amplia, siempre ligados a las necesidades de los trabajadores.

La célula en que yo militaba pertenecía al Comité Local de Recoleta. Allí nos juntábamos los estudiantes secundarios y los normalistas con los estudiantes de la Escuela de Derecho. Algunos sábados nos juntábamos a bailar, después nos íbamos a tomar cerveza a los lugares más ‘picantes’. Partíamos a la Estación Mapocho todos juntos y si nos daba mucho sueño, nos íbamos a la casa de unas compañeras obreras textiles muy modestas que vivían en un cité. Ya muy cansados, nos poníamos a dormir en lote, amontonados en una sola cama.

Al despertarnos, ya en la madrugada del domingo, partíamos a retirar el diario El Siglo, que vendíamos en La Vega o cerca de la Estación Mapocho. Las primeras veces nos costó un poco, pero paulatinamente comenzamos a adquirir experiencia, a desarrollar la capacidad de comunicarnos con la gente y dominar con más seguridad las calles.

Fue un período de crecimiento en el compromiso con la gente, con el pueblo y con las ideas de cambio social”.