La tormenta de ultraje sobre el veredicto en el proceso por asesinato de Casey Anthony fue de esperarse. Una muchachita, Caylee Anthony, perdió su vida, al parecer asesinada, y nada se ha hecho para enderezar este peor de las injusticias. Aun peor, es difícil creer que la mamá, Casey Anthony, "no es culpable". Mientras su hijita estaba supuestamente perdida, ella andaba tomando y festejando, además de adquirir un tatuaje colorado celebrando su "bella vida".
Con la inmensa cantidad de cobertura mediática que ha recibido este caso, resulta comprensible que las murallas de Facebook y los "tweets" de Twitter de muchos norteamericanos estén candentes con indignación que Casey va andar libre (fue exonerado de todo menos haber mentido a la policía).
Pero mientras las acciones de Casey Anthony por cierto no ejemplifican el arte de ser buena madre de familia, tampoco comprueban su culpabilidad como asesina, ni tampoco el hecho de que tanto se parece a una asesina a sangre fría. Pero para ser condenada y sentenciada, el deber de comprobar su culpabilidad fue el del Estado de Florida. A ellos les tocaba comprobar al jurado, más allá de cualquier sombra de duda, que Casey Anthony sí asesinó a su hija.
Desafortunadamente (o afortunadamente, si es que Casey no cometió el crimen), los fiscales no lo hizo. No lo pudieron. Y eso es lo importante para el veredicto. Es mucho mejor que salga libre una Casey culpable que quede encarcelada una inocente. O, para ir aun más lejos, es mejor que Casey salga libre, aun si perpetró el crimen, si no eso no se puede comprobar. Este es el sistema legal norteamericano, el que nos ha servido desde hace 235 años. Está lejos de perfecto, pero debe ser protegido.
¿Cuáles serían las alternativas?
Un sistema en donde el acusado carga el peso de comprobar su propia inocencia es la primera alternativa. Pero en esa situación, el estado o cualquier otra parte, quizás el vecino infeliz que nunca te ha perdonado por pisar las flores de su patio, te puede acusar de lo que quiera, y si tu no puedes comprobar que no lo hiciste, o porque no alcanzas a pagarle a un abogado decente, o si los eventos simplemente no salían a tu favor, algún día de estos tu vecino bien pueda gozar de un asiento de fila delantera para tu ejecución.
La otra alternativa es dejarlo al público televidente en general, a los que leen los blogs, etc. Bajo un sistema semejante, es seguro que Casey Anthony hubiera salido condenada y más probablemente ajusticiada en un santiamén. Pero ha poca probabilidad que una muchedumbre emocionada vaya estar capaz o dispuesta a saber y juzgar las intrincaciones de un caso criminal al igual que un jurado. Hace pocos años un médico pediátrico en Inglaterra casi fue linchado por la gente de su pueblito que pensaba que fue responsable por un número de asesinatos de menores. Y, ¿por qué? Porque confundieron los sentidos de las palabras "pediátrico" y "pedófilo".
Ninguna de estas dos alternativas parece ser aceptable, ya que nadie quiere vivir en una sociedad en donde lo pueden acusar de un crimen que no cometió y ejecutado o quemado vivo por una muchedumbre airada que no comprende la diferencia entre la salubridad infantil y la violación a menores.
Los que escribieron nuestra Constitución política, preocupados por ambas posibilidades, crearon el sistema actual. Mientras que esté lejos de la perfección, nos alegra saber que los integrantes del jurado tenían la calma y el enfoque suficientes como para sentarse a considerar los hechos, y para enfocarse sobre la cuestión específica: ¿Pudo el Estado comprobar asesinato? Y mientras que estaban seguramente tan horrificados por las (supuestas) acciones de Casey Anthony que cualquier otro, entregaban un veredicto de "no culpable".
No siempre es así. Aun si Casey estuviera parecido menos a una asesina a sangre fría, pero si con la piel un poquito más morena, quizás hubiera sido condenada, según las estadísticas. Y si no hubiera podido alcanzar a pagar un equipo tan capaz de abogados, el estado más probablemente la hubiera pisado. Aun así, estos hechos hablan más sobre la necesidad de más vigilancia a favor de los derechos del acusado que lo contrario.
Hay algo preocupante en el trato prestado a este espectáculo mediático. Supondremos por un momento que en realidad Casey Anthony no asesinó a su propia hija. ¿Y qué? Ya ha sido condenada en el tribunal de la opinión pública y tiene pocas posibilidades de volver al anonimato que goza casi todos los demás, algo que nunca se aprecia hasta que una ola indeseada de publicidad la destruya. El nombre de Anthony será asociada para siempre con el asesinato de su hija.
Para estar seguro, su servidor no tiene para el Sra. Anthony ni una lágrima. Sin embargo, el veredicto fue lo menos mal, dado que el estado no pudo producir evidencia contundente. Y mientras que ver a Anthony dar entrevistas televisadas y ganar chorros de dinero escribiendo un libro, quizás con el título "Y qué tal si yo sí maté a mi propia hija" (al estilo O. J. Simpson), sería algo enfuriciente, pero no tan preocupante que el pensamiento de debilitar las protecciones a los inocentes en el sistema judicial norteamericana.