Los tentáculos de la derecha fascista latinoamericana acaban de ejecutar dos atentados macabros, bajo la mirada sonriente del imperialismo norteamericano, que espera algún día recuperar en esta región bolivariana su hegemonía perdida. El primero, que la senadora colombiana Piedad Córdova es la enésima víctima del veneno fascista que campea desde hace sesenta años en la vecina Colombia. La Procuraduría General de Colombia, lejos de reconocerle sus servicios de intercambio humanitario de contactar las fuerzas insurgentes de las FARC para liberar a los secuestrados, la inhabilito de su categoría de Senadora de la Republica, bajo la acusación de colaborar con el enemigo. El segundo, que el Presidente Rafael Correa del Ecuador, acaba de ser liberado por un grupo de tropas especiales, después de haber permanecido secuestrado diez horas en manos de un grupo sedicioso de policías que protestaba por beneficios laborales.
El análisis de cada caso reviste de una importancia excepcional. El primero, el atropello a la Senadora Piedad Córdova porque la oligarquía colombiana y el imperialismo norteamericano no quieren reconocer que la solución del caso colombiano requiere de una negociación política. Después de 60 años de conflicto, de miles de muertos, millones de desplazados, la oligarquía colombiana todavía cree que los pobres de Colombia tienen que olvidarse de reclamar un pedazo de tierra para cultivar, un cuarto de habitación donde morar, o un trabajo donde laborar para llevar un pan para sus hijos. Los pobres de Colombia no aceptan el cuento de tener que vivir de las migajas que caen de la mesa de los adinerados de Colombia. El reclamo por reforma agraria se hizo hace sesenta años, ahora es más acuciante esta demanda porque la población del país se ha duplicado y por consiguiente las necesidades de la población, que no se reducen solo a tierra, alojamiento, trabajo, sino educación gratuita a todos los niveles, salud y beneficios sociales para millones de seres humanos. Y esto solo se puede conseguir en una mesa de negociación. Caso contrario, la conciencia latinoamericana debe erigirse en árbitro para poner fin a este desangre.
El segundo, el atropello al Presidente Correa. Este Presidente ha puesto la casa ecuatoriana en orden: los recursos del país no pueden estar en manos extranjeras, comenzando por eliminar la base militar norteamericana de Manta porque violaba la soberanía nacional. Esto naturalmente enfurio al imperialismo norteamericano. Y aunque los yanquis esta vez no fueron tan descarados como cuando apoyaron el golpe de estado en Honduras, si les hubiera complacido ver derrocado a un colaborador cercano de sus enemigos: Chávez, Morales, Ortega y Castro. El rescate espectacular que el grupo militar hiciera del Presidente Correa en manos de sus secuestradores, y el saludo multitudinario del pueblo a su retorno al Palacio presidencial, es el reconocimiento del pueblo ecuatoriano al líder que le devolvió su dignidad a través de una nueva Constitución donde se plasman sus derechos inviolables, al economista que le diseño la guía para elaborar contratos petroleros favorables y compromisos de pago de deuda externa beneficiosos, fuera de su incesante tarea de mejorar los sistemas de salud, educación, impuestos, construcción de infraestructura, capacidad eléctrica e inversión extranjera. Tal vez lo que el pueblo más aprecia es el haberle devuelto el sentido de patria, digna y soberana, al estilo de Alfaro, Bolívar y Sucre.